jueves, 26 de junio de 2008

EL HOMBRE QUE NUNCA DURMIO


El hombre que jamás durmió.

Al principio, la cosa era una curiosidad para unos pocos. Los vecinos de Alphonce Herpin conocían la historia desde hacía tiempo, y la tomaban como algo que formaban parte de sus vidas de manera natural. Iban a visitarlo de vez en cuando y hablaban con el. Alphonse siempre tenía tiempo, en rigor de verdad, le sobraba. Porque nunca había dormido. En los primeros años de la década de los ´40 llegaron, atraídos por el rumor, los primeros médicos. Lo veían en su más que humilde casita de cartón prensado de las afueras de Trento, Nueva Yérsey, EE UU. Por entonces era ya un anciano pero conservaba cierta jovialidad y buen trato. Una mesa de madera rugosa y una vieja mecedora eran los únicos muebles que él tenía. Ni cama , ni catre ni colchón, ni nada que sirviera para acostarse allí. Era la primera prueba, aunque no concluyentes, de que en efecto ese hombre jamás dormía. Él mismo les contó a los profesionales que la versión era cierta y que jamás en su vida había dormido ni siquiera una horita de siesta. A lo sumo se sentaba en la mecedora y se quedaba allí por un corto tiempo, sin cerrar los ojos, dejándose reposar, luego volvía normalmente a su trabajo como albañil, con el que había logrado su sustento durante toda su existencia.
Desde el punto de vista científico aquello no era algo raro, si no, sencillamente imposible para cualquier humano. No se puede sobrevivir mucho sin dormir. Se sabe que todo el mundo tiene que hacerlo de manera imprescindible, no solo para darle descanso al cuerpo sino, también para darle alimento a su mente. Dormir equivale a comer, beber o respirar, no se puede prescindir de eso. Cada órgano está hecho de tal forma, que requiere sin vueltas, su descanso. Sin embargo, esos primeros médicos comprobaron que Alphonse no mentía. El testimonio público que hicieron empujó a docenas de colegas hasta aquel pueblo de Nueva Yérsey. Y luego a cientos de turistas. Los habitantes del lugar hicieron su agosto alquilando albergues, abriendo fondas y tabernas, guiando a los visitantes y hasta vendiendo souvenirs, que incluirían frasquitos de la tierra de ese poblado. Todo el mundo, turnándose empecinadamente para vigilar al fenómeno, pudo comprobar que no había fraude: ese hombre no dormía jamás y nunca lo hizo en su vida. Mimado por quienes llegaban hasta allí, Alphonse murió el 3 de enero de 1947, feliz por toda la compañía cariñosa. Al fin se durmió -y para siempre- por primera vez en su existencia. Tenía 94 años de edad. Nunca tuvo una explicación racional para lo suyo.

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